martes, junio 8

El altillo de los sonidos tristes

HISTORIA VIVA
ESCUELA DE ARPISTAS ANDINOS

En las alturas de la Plaza Dos de Mayo el arpista Rosmel Pacheco ha convertido su escuela en un refugio para jóvenes humildes que expresan con las cuerdas los terremotos del corazón


DAVID HIDALGO VEGA

La escalera cae desde el tercer piso tan larga, pesada y sinuosa como una serpiente desmayada. La suciedad de las paredes invita a la sospecha. Uno sube los peldaños con el fastidioso presentimiento de que al final del trayecto, a la cabeza del monstruo, se topará con el gesto aburrido de un oficinista de cenecape. Pero hacia los últimos escalones se percibe el tañido tristón de las arpas, algo parecido a una melodía en el infierno de ruidos de la Plaza Dos de Mayo. El interior parece un cementerio de dinosaurios: un arpa aquí, otra más allá y en la sala principal por lo menos seis más, grandes y pesadas como esqueletos prehistóricos. Allí pasa la tarde un grupo de muchachos provincianos que aprende a extraer de sus entrañas el sonido conmovedor de un huayno, repiques alegres de carnaval, en fin, lo que imponga el ánimo e interpreten los dedos.
–Para tocar el arpa hay que ser especialmente sensible-, dice Rosmel Pacheco, el maestro que los guía en el descubrimiento de las cuerdas.
En los dos años que lleva con su academia, Pacheco ha visto de todo: muchachos temperamentales que tratar de arrancar al instrumento sus notas más desgarradas, tipos melancólicos que se afanan en sacar el huayno preciso para llorar a la amante perdida, talentos naturales que dominan el encanto de las cuerdas como si se tratara de su lenguaje materno. Todos llegan con la idea firme de que el arpa es el instrumento que mejor refleja los terremotos emocionales del corazón.
Minutos atrás, una melodía tristísima se escabullía por los rincones descascarados de este recinto. Zumel Aranda, un albañil de apenas diecinueve años, parecía arrebatado por una melodía hipnótica que controlaba el movimiento de sus dedos. La palabra tristeza no alcanzaría para describir cómo tocaba y, sin embargo, esta era la primera vez que tomaba una clase de música en toda su vida.
–Siempre me gustó el huayno, debe ser que lo he escuchado tanto, por eso me sale así, sin esfuerzo– explica, ya rescatado del ensimismamiento.
He visto lo mismo en Juan Carlos Huayra, un joven tapicero que se escapa por las tardes a esta escuela, incapaz de resistirse al embrujo de su arpa. Tiene la certeza de que un día no muy lejano podrá hacerse famoso con este arte y que lo nombrarán por la radio como a Douglas Buitrón, el astro que toca con Anita Santibañez y otras voces famosas del huayno, y que regresará triunfante a Huancavelica, a cobrarse los ratos amargos que le ha jugado la vida (de esos que se viven pero no se cuentan).
Pacheco mismo es la muestra irrefutable de que ese instrumento, cuando atrapa, no abandona jamás. Toda su familia está dedicada a interpretarlo, a enseñar cómo se toca o a fabricarlo con refinados trazos de ebanista. La dinastía reina en las ruidosas calles del centro de Lima: Rosmel domina los cielos de Dos de Mayo; unas cuadras más allá esta la academia de su tío Lucio Pacheco; y en diversas tiendas musicales se puede encontrar sus instrumentos, preciados entre la fanaticada de la música andina que reconoce el apellido junto a las estrellas vernaculares del momento.
–Creo que el primer arpista de la familia fue mi abuelo, Antonio Mejía –recuerda Rosmel–. Ahora mi esposa está aprendiendo a tocarla y mis hijos ya son arpistas profesionales. Toda nuestra vida tiene que ver con el instrumento.
En su momento, a Rosmel Pacheco lo presentaban como la nueva estrella, la revelación del arpa andina. Sus promotores lo hacían recorrer sindicatos mineros, ferias populares y agasajos privados del interior donde no faltaba un huayno ni zapato se resistiera a bailarlo. Su trayectoria tuvo los altibajos que pasan todos los artistas populares, pero aun así, un cálculo humilde arroja que ha participado en más de cien grabaciones. Por eso lo nombran con cierta frecuencia en la radio y ha viajado un par de veces a Estados Unidos, invitado por paisanos que extrañaban la exquisita filigrana de sonidos que le sabe exprimir al nylon.
–Un día desperté con la idea de que debía enseñar lo que aprendí en todo este tiempo. Y me parece que ha sido la mejor decisión de mi vida –refiere.
En los rincones está la muestra. Ensimismados en sus propias historias, cada alumno se enfrasca en un diálogo personal con el arpa que le ha tocado en turno. Entonces se produce un juego de caricias, una confesión amorosa, acaso un beso al aire. La melodía parece tener un efecto narcótico en quien la produce. Gerardo Morales me dice que, incluso, algunos llegan a tener su arpa preferida y corren a su encuentro como desesperados cuando les llega la hora. Es comprensible: en el altillo de los sonidos tristes siempre se necesita una compañera para compartir la pena.

1 Comments:

Anonymous Anónimo said...

I really like when people are expressing their opinion and thought. So I like the way you are writing

5 de abril de 2010, 9:36 a.m.  

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