lunes, julio 18

Las últimas lecciones de vida

RELATOS. Numerosas experiencias en el mundo apoyan la idea de que un país puede cerrar sus heridas a partir de la educación. Un seminario h areunido en Lima a maestros que tratan de hacerlo en Camboya, Níger, Albania y Perú. Dos historias nos abren los ojos.

DAVID HIDALGO VEGA

Thavory Huot es una mujer pequeña, de facciones pacíficas. Su voz suena relajada y aligera el tono áspero con que parecen hablar todos los asiáticos aun en las conversaciones informales. Ella es camboyana. Trabaja como profesora en una universidad de su país, aunque su experiencia en las aulas se remonta a muchos años atrás, casi tantos como su tragedia personal. Thavory enseña a conseguir la paz porque conoce la guerra. Cuando era niña, Camboya fue secuestrada por un asesino en serie: Pol Pot. Su familia fue víctima de las crueldades cometidas por la guerrilla de los khmeres rojos, un régimen sangriento que en cuatro años apiló una montaña de un millón de muertos. "En ese tiempo no hubo escuelas, porque estaban prohibidas", recuerda. Su aprendizaje principal fue sobrevivir mientras otros desaparecían. Ahora usa sus recuerdos para enseñar.
Thavory tuvo una de esas vidas que se ve en las películas de clase B sobre prisioneros de guerra en aldeas asiáticas. "Mi familia y yo fuimos tratados como esclavos", dice la mujer con la calma que uno tendría para relatar un robo sufrido hace veinte años. A ella le robaron mucho más. Durante cada día de los tres años siguientes al triunfo de los khmeres rojos tuvo que deslomarse en un campo de cultivo de arroz. Había sido llevada junto a sus padres, sus hermanos y miles de personas de todas las regiones del país. Cultivaban y se morían de hambre y de cansancio. "La dictadura usaba el arroz para comprar armas a China", explica ella.
Un día sus dos hermanos escaparon del campo donde estaban recluidos. Una patrulla de khmeres rojos los capturó pocos kilómetros más allá. "Los pusieron junto a otros desertores en una fosa y les pasaron camiones encima", recuerda Thavory. Por su gesto sereno uno nota que ella ha contado ese episodio las veces suficientes para no quebrarse. Ocurre que es solo un episodio de todo lo que ha vivido. La muerte no le fue ajena. Había veces en que bastaba enfermarse para ser candidato al exterminio. Cierta vez ella amaneció con un dolor de cabeza tan intenso que la tumbó. "A los tres días oí que dos khemres hablaban de matarme porque estaba flojeando. Me levanté de inmediato, con dolor y todo", recuerda con una sonrisa que debe ser una especie de sublimación de su memoria. Porque toda su familia fue asesinada. Solo se salvó su madre.
Thavory recuerda que cada noche rezaba para seguir con vida. "Vi a muchos de mis amigos cuando los llevaban para ser ejecutados", recuerda. El miedo la hizo aferrarse a sus creencias budistas. Fue generosa con los demás como había sido su madre. Cuando los vietnamitas liberaron el país, ella se convirtió en maestra de escuela primaria. Luego dio clases de secundaria y más tarde pasó a ser catedrática. De ese modo pudo comprobar hasta qué punto el régimen extremista había destrozado a toda una generación. "Hubo muchos hombres que no fueron educados y que solo tenían un arma como sustento. Las mujeres empezaron a trabajar. Mientras los varones se entregaban al alcohol, las mujeres mantenían la casa". Algunos no soportaban la vergüenza de no ser jefes de familia y arremetían contra sus mujeres. La violencia política dejó una secuela de violencia doméstica.

SOBREVIVIR DOS VECES
Si sabe de esos efectos es porque se casó con un policía. Thavory lo considera la peor elección de su vida. Ella era una profesional en ascenso y él un hombre que ganaba un sueldo mínimo. Ella pagaba las cuentas mayores y él sentía "que perdía la cara". En ocasiones, ebrio, el hombre disparaba su arma contra las paredes de la casa para asustarla. Cuando quería ser más cruel, le disparaba cerca de los pies. Aterrorizarla era su manera de hacerle saber quién mandaba. En 1997 ella pidió el divorcio. Se lo dieron en el 2001, tras diecisiete años de terror.
Pero Thavory ya había demostrado ser más fuerte. En 1993 empezó a trabajar en un proyecto contra la violencia doméstica. "Era una secuela de la era khmer. A mis alumnos de la universidad les enseño que uno debe buscar la comunicación antes que el conflicto. Así se evitarían muchas historias dolorosas", comenta. Uno de sus ejercicios preferidos es uno en que escribe una breve frase en un papel y se la lee al oído a uno de sus alumnos. Luego le pide a este que se la cuente a un compañero y que él continúe la cadena hasta que todos la hayan escuchado. El último oyente debe escribirla en la pizarra. "No tienes idea de la forma monstruosa en que el mensaje se ha transformado. Los rumores son la peor guía, eso siempre lo dejo en claro".
El ejercicio nació a raíz de un episodio que casi desató una crisis diplomática. Un día cundió un rumor entre los universitarios de la capital: se decía que la actriz más famosa de Tailandia había puesto como condición para visitar Camboya que este país cediese al suyo el famoso templo de Ankgor. Miles de estudiantes rodearon la embajada tailandesa en busca de explicaciones. El embajador fue evacuado de la sede diplomática. Al notarlo, la turba iracunda quemó la embajada. En los días siguientes se reveló que el excéntrico pedido de la actriz no había sido sino un rumor. Thavory Huot toma ese caso en sus clases como modelo de una crisis que podría evitarse con el diálogo. Hasta ahora le ha dado grandes resultados.

CUCHILLOS RENDIDOS
Idi Cheffou tiene la suerte de no haber sufrido violencia directa en Níger, un país que en cierto momento afrontó dos sangrientos conflictos étnicos. Su trabajo de maestro en la capital fue relativamente seguro, pero él nunca fue un indiferente. "Tengo seis hijos que son mi vida. Por eso cuando veía a niños abandonados en las calles se me partía el alma. Necesitaba hacer algo", explica. Aunque se retiró en el 2001, ha mantenido la vocación en ejercicio hasta ahora. Lo que ha logrado, junto con otros compañeros, es la mayor cátedra de vida que pudo haberle tocado.
"Mi país tiene un historial de violencia y exclusión que genera experiencias muy duras", cuenta. La crisis más fuerte se desató en la primera mitad de los años noventa. Dos grupos étnicos -los tubus y los tuareg- se alzaron en armas en sus respectivas regiones, al norte y a sureste, respectivamente. El conflicto destrozó buena parte del país. Dejó demasiadas viudas y huérfanos. "La gente común tenía armas en sus casas, sobre todo en las provincias", recuerda Cheffou. Lo que llegó después fue una paz demasiado frágil. Un ambiente angustioso hasta que un programa de desarme de las Naciones Unidas y la organización Hague Appeal for Peace empezó a cambiar el panorama.
"Hubo una campaña para estimular a la gente a que devolviera sus armas a cambio de un pequeño monto de dinero. Nuestro trabajo, como maestros, fue tratar de aplicar una experiencia parecida desde la educación", explica. La experiencia fue concentrada en la región donde estalló el conflicto tubu, a unos mil kilómetros de la capital. Apenas se pudo, un grupo de 23 profesores fue enviado para explicar los detalles y para iniciar ese lavado de cerebro que se necesitaba para alcanzar la paz.
Viajaban cada tres meses hacia nueve escuelas de la antigua zona en conflicto para adiestrar a otros maestros. El desafío implicaba romper ciertas barreras culturales. "Para los tubu era natural acudir al colegio con cuchillos sujetos a los brazos o las piernas. A la menor pelea se atacaban unos a otros, era parte de su tradición". A los seis meses de iniciado el programa, esos mismos alumnos se acercaban a sus maestros para entregar voluntariamente sus armas. "Logramos lo más importante: el desarme mental", explica el profesor Cheffou.
El día más significativo de ese esfuerzo, dos mil personas de las aldeas cercanas se reunieron para un rito simbólico: la incineración de las armas en una gran fogata. Idi Cheffou lo considera un bautizo de nuevos tiempos.
Los resultados de estas experiencias podrían ser aplicadas en todo el mundo. Por ahora, se han reunido a cotejar resultados en el Perú, un país que también tiene heridas por cerrar. Podría decirse que vienen a impartir una lección vital: todo maestro puede ser un gran combatiente por la paz.