lunes, julio 18

Trazos amargos de testigo

VERDADES. Edilberto Jiménez, miembro del famoso clan de artesanos ayacuchanos, publicará en unas semanas su primer libro. Allí mostrará los dibujos de la violencia política que hizo a partir de relatos de los campesinos de Chungui, un lugar donde el espanto no tuvo límites.

DAVID HIDALGO VEGA
Es curioso cómo el horror puede ser dibujado. En el cuaderno de Edilberto Jiménez, artesano de Ayacucho, hay una escena que lo resume: un hombre es quemado vivo mientras cuelga de los brazos amarrados a un árbol; un sujeto lo golpea con una rama mientras otro atiza la hoguera, a pocos metros de un primer cadáver. En otra imagen, un grupo de hombres degüella y apuñala a decenas de niños y mujeres indefensos. En una tercera lámina otro escuadrón de asesinos arroja a pobladores a un barranco infinito. No son líneas inspiradas en las pesadillas de un artista atormentado. Son los retratos hablados de lo que le contaron las víctimas reales.
Edilberto ha sido el médium de su espanto. Un día de 1996 empezó a dibujar los testimonios que encontraba por pueblos y caseríos. Con el tiempo, la gente empezó a pedirle que registrara a lápiz sus tragedias familiares. El portafolio es completo: matanzas de niños, ejecuciones de autoridades, violaciones sexuales masivas, ahorcamientos, fusilamientos. El antropólogo con sus manos de retablista supo interpretar las palabras que le llegaban entre sollozos. La prueba es el libro que publicara a fines de julio: "Chungui: violencia y trazos de memoria" (publicado por Comisedh).
Alguien le ha dicho que los personajes de sus dibujos son los mismos que aparecen en sus retablos , y no le falta razón. Son las mismas caras, los mismos gritos. El estilo viene de familia, el clan Jiménez, cuyo patriarca, don Florentino, falleció hace muy poco. Años atrás el propio Edilberto conmovió a los entendidos con sus retablos inspirados en la guerra. Ahora, en esa única dimensión del trazo sobre el papel, sus dibujos resultan tan dramáticos como las fotografías que han quedado de esos tiempos. Son los trazos de alguien que ha visto demasiado sufrimiento.

¿Qué te motivó a dibujar esto?
Mira, yo viví toda la violencia de Ayacucho. Empecé en el periodismo, con la locución radial. En esos días veías muertos en las plazas, cómo asesinaba Sendero, cómo caían los policías. Yo estudiaba Antropología. Y pensaba que estaba seguro como periodista, pero al final me daba cuenta de que era peligroso. Durante un tiempo tuve que buscar refugio en el local de la Cruz Roja. No te valían los documentos, las detenciones era arbitrarias. A mí me detuvieron dos veces en locales de la policía. Mi papá me sacaba porque la gente lo reconocía. Pero perdí un tío. Se lo llevaron a la base militar de Los Cabitos y nunca más se supo de él. Por eso mi familia se vino a Lima.
¿ Y tú por qué te quedabas?
Era algo curioso, como haberme casado con Ayacucho. Nadie entraba a las comunidades a recoger datos, no de la violencia, sino de las costumbres. Ese era mi trabajo para el programa. En 1996 trabajaba como responsable de la comisión de cultura de una ONG. Me mandaban para recoger información sobre tradiciones populares y en Chungui me toqué con una situación dramática. Era muy diferente a lo que había visto en otros pueblos. Escribí un artículo sobre ese lugar, pero luego me dijeron: aquí no ha pasado nada, todo ha sucedido más adentro, en la Oreja de Perro. Cuando llegué, vi pueblos que podría comparar con las invasiones norteamericanas a los pueblos vietnamitas. La gente había sido victimada. Como yo tenía ese programa por radio Huanta 2000, que llegaba a toda esa zona, la gente me reconocía y me contaban esas cosas, pidiéndome que fuera su interlocutor.
Te contaban historias muy dolorosas.
Sí. Por ejemplo, un día llegué a una zona cercana a un abismo y un comunero me dice que allí habían muerto su hija y su esposa, más de treinta mujeres, niños. Era un abismo espantoso, uno no podía ver dónde terminaba. Recuerdo que me agarré de unos ichus para inclinarme hacia abajo y vi un arcoiris, nubes chocaban a las paredes del abismo y salían disparadas. Los comuneros me decían: "Acá han sido aventadas, después de violadas".
¿Es cierto que arrojaban viva a la gente?
Sí, viva, sin piedad. Era difícil de contar lo que me iba enterando, porque yo trabajaba en una institución dedicada al desarrollo, no a los derechos humanos. Para hacer entender a mis jefes lo que pasaba yo tenía que dibujar. Les decía: miren, esto es lo que ha pasado acá.
Todavía era una zona peligrosa.
Yo corría mis riesgos: tenía que tomar fotos, llevar una grabadora. Tuve que preparar a un campesino, Daniel Huamán, quien era mi guía y conocía los lugares donde habían ocurrido las matanzas, había visto alguna. También iba con miembros del comité de autodefensa, pero yo tenía que comprar 50 balas para que nos protegieran. Mientras estábamos en una expedición asesinaron al gobernador del distrito de Chungui. El comité de autodefensa buscó a los asesinos. Y bueno, allá las cosas son muy diferentes: los ajusticiaron. De esas cosas yo dibujaba y mis trabajos empezaron a tener eco. Cuando se creó la CVR me llamaron para investigar en esa zona. Los comuneros ya me tenían confianza. Ahora estoy haciendo un registro de entierros clandestinos para la Comisión de Derechos Humanos (Comisedh). Siempre sigo comprometido y castigado con este tema.
¿Cuántos sitios han encontrado?
En total, 275 entierros clandestinos, solo en Chungui. Pero podrían llegar a 350 fosas.
La CVR señaló que esa ha sido una de las zonas más castigadas, pero para muchos todavía es un lugar desconocido.
Es una zona marginada, a un extremo de la provincia de La Mar, que limita con Apurímac y Cusco. Con decirte que recién en 1978 se creó un colegio en Chungui, nunca había tenido uno. La carretera solo llegó en 1999. Allí hay comunidades de zonas como Oreja de Perro, unos 15 a 20 pueblos, que bajan una sola vez al mes para una feria donde compran todas sus cosas, aceite, kerosene. Y de allí hasta la próxima.
Una vez hiciste una muestra allá. ¿Cómo reaccionó la gente?
Se emocionó. Un hombre agarró un cuadro y dijo: "Esto es lo que ha pasado con mi padre". Otro me decía: "Esto es lo que me hicieron". Yo me sentía culpable. Pero pronto llegaron personas que me decían: "Mi familia también falta", y me contaban lo que les había sucedido para que yo lo dibujara. Me sorprendió. Cuando la CVR entregó su Informe Final en la plaza de Huamanga, hice otra exposición, ya con 18 cuadros. El efecto fue parecido.
¿Qué consideras más expresivo ahora? ¿El retablo o el dibujo?
El retablo, siempre. Allí entra el color, la escultura, los movimientos. Es más vivo. Con el dibujo lo que hice es retratar los momentos dramáticos que he recogido. El retablo necesita tiempo y mi trabajo no me permitía sentarme a trabajar. Los dibujos eran más funcionales porque los hacía en tres fases. La primera era cuando me contaban y agarraba un lapicero para anotar. Luego volvía a donde estaba alojado y empezaba los primeros bocetos. Finalmente llegaba a Huamanga y había los dibujos finales.
Varias de tus escenas son estremecedoras. Alguna debió impresionarte más.
Hay una basada en la historia de un comunero que fue detenido, lo colgaron desnudo de un árbol y le prendieron fuego por abajo con algunos arbustos. El hombre que vio los hechos me describió como chorreaba la grasa. El torturado no llegó a morir. Lo bajaron y le cortaron las manos, pero tampoco murió. Entonces los militares lo aventaron a un abismo y, a pesar de todo, siguió con vida. Recién ahí le tiraron un balazo. Saber esa historia de alguien que presenció todo me hizo doler mucho. Por eso hice un dibujo muy detallado. Otro me contó llorando que una vez colocaron como a treinta personas en fila y los mataron con una sola bala de AKM. He oído historias terribles.
Me pregunto si publicarlas ahora es como cerrar un círculo.
Creo que es difícil terminar de dibujar. Todavía me falta, hay algo que me llama. Una vez, antes de empezar con esto, me perdí en una caminata con unas personas y por cierta parte encontramos una fosa. Todavía no se hablaba nada del tema y yo me quedé impresionado con lo que vi. Ahora creo que todo esto es cumplir con un deber con las armas que tengo. Tengo esa fe.
¿Qué dice tu familia de este trabajo que haces?
Mi mamá se horroriza. Yo tengo filmaciones y fotos de esa zona, Chungui, donde aparecen campesinos que todavía tienen balas alojadas en el cuerpo, mujeres que han sido torturadas para que mueran poco a poco, con tumores, problemas mentales, todo. Les he mostrado, pero una vez mi madre se puso a llorar y ya no quiso que yo fuera para allá. Por eso ya no les muestro, me abstengo. Han visto pocos de mis dibujos, no quiero que sufran con eso.

2 Comments:

Blogger Roberto Iza Valdés said...

Este blog ha sido eliminado por un administrador de blog.

12 de noviembre de 2005, 8:45 a.m.  
Anonymous Anónimo said...

Buen acticulo

2 de enero de 2009, 7:47 a.m.  

Publicar un comentario

<< Home