sábado, enero 7

Pobres enfermos los de antes

EXPEDIENTE. Una reciente novela rescata la antigua creencia de que el dolor de muelas era causado por un gusano. Un estudio reeditado del célebre psiquiatra Hermilio Valdizán consigna que una conjuntivitis salvó al Imperio Incaico. La historia de la medicina tiene episodios alucinantes

POR DAVID HIDALGO VEGA

Un par de ojos sanguinolentos salvaron al Imperio Incaico de una de sus peores conspiraciones. El príncipe heredero Tito Cusi Huallpa había sido secuestrado por el rey de los Ayamarcas, despechado porque la madre del muchacho, una princesa de Huallacán, había sido ofrendada como esposa a Inca Roca. Todavía el Cusco era un señorío emergente, amenazado por los reinos vecinos y la conjura era una muestra de su debilidad. Según la leyenda, en el instante en que iba a ser asesinado, el niño lloró lágrimas de sangre. Sus captores quedaron aterrados ante el prodigio. Creyeron que era una señal divina, el enojo del cielo por la afrenta al hijo del inca, y lo enviaron de regreso. En realidad se trataba de un cuadro de conjuntivitis crónica que marcó la historia del Perú precolombino. Cuando subió al trono como séptimo inca, Tito Cusi Huallpa aprovechó su dolencia con una hábil jugada de márketing: se hizo llamar Yahuar Huaca, "el que llora sangre".
En el libro "Historia de la medicina peruana", que acaba de ser reeditado por el INC, el célebre psiquiatra Hermilio Valdizán rescata ese episodio para explicar que en la época no había manera de saber que se trataba de un simple mal de los ojos: "Las oftalmopatías no debieron ser raras entre los primitivos habitantes del Perú y la ceguera, la forma más grave de ellas, debió ser relativamente frecuente, a juzgar por las muchas veces que encontramos representaciones de ella en la cerámica peruana".
En el mundo andino había médicos para toda clase de malestares e inquietudes. El cronista Miguel Cabello de Balboa recoge la versión de una especie de faquires andinos que "andaban desnudos por los lugares más apartados y sombríos de esta región". Los llamaban huacacuc. Dice que se dedicaban a meditar y hacer adivinanzas y que tenían la facultad de mirar directamente al sol para descifrar sus respuestas. Había también curanderos llamados calparicuqui, que podían saber cuánto viviría un hombre con solo leer las vísceras de aves y corderos; los viropiricos, que leían la suerte en el humo que botaban la grasa ardiente de animales; los achicoc, que lograban lo mismo a partir de granos de maíz salpicados sobre estiércol. Había curanderos buenos y malos, populares y de la élite. Martín de Murúa habla de los galenos de la corte: "Tenían los ingas siempre consigo un médico, que llamaban ambicamayo, aunque sin este había otros muchos en el palacio real, y con estar dentro no podían visitar a ningún enfermo sin licencia del inga, ni los barberos sangrar ni sacar muelas sin que el inga les diese licencia primero".
Esto de las prácticas odontológicas tuvo un uso menos sofisticado: solían arrancar muelas como castigo. Los dientes se usaban para aplicaciones en cierta clase de trofeos. Esto supone la existencia de especialistas "precursores del dentista moderno", "a menos que tal operación, llevada a cabo con finalidad exclusivamente represiva, hubiese sido realizada sin el menor cuidado y en forma que, en vez de representar una extracción de dientes, hubiese sido más bien una destrucción traumática de piezas dentarias", comenta Valdizán.
Una de sus preguntas más interesantes en este punto es por qué los Incas, tan previsores en construir tambos, caminos y grandes obras de infraestructura, no tuvieron una institución donde se atendiera específicamente a los enfermos, una especie de hospital. "Tal vez para no provocar el enojo de aquellas mismas divinidades que habían enfermado al hombre a título de castigo", supone.

TEMOR OCCIDENTAL
Contada de esta manera, la medicina precolombina tiene un matiz de barbarie. Pero antes y después se produjeron en Europa episodios tan o más delirantes, crisis colectivas como las que abundaron a raíz de las pestes entre 1348 y 1720 a lo largo del continente. Lo desconocido siempre encuentra explicación en lo inverosímil. "Hasta finales del siglo XIX se ignoraron las causas de la peste, que la ciencia de antaño atribuía a la polución del aire, ocasionada a su vez por funestas conjunciones astrales, bien por emanaciones pútridas venidas del suelo o del subsuelo", señala Jean Delumeau, experto en historia de las mentalidades religiosas, en el libro "El miedo en Occidente".
Para evitar la enfermedad, la gente limpiaba cartas y monedas con vinagre y usaba perfumes de lo más irritantes, cuando no alguna aplicación de azufre. En ciertos lugares, la gente "salía a la calle en período de contagio con una máscara en forma de cabeza de pájaro cuyo pico estaba lleno de sustancias odoríficas". El hombre de la Edad Media no relacionaba la peste con las ratas y menos con las picaduras de las pulgas. El panorama de hambrunas y putrefacción era dramático, como señala un cronista de 1630: la gente se abalanzaba sobre las carretas de verduras, "se hubiera dicho que parecían cabras hambrientas yendo hacia los pastos...Sobrevinieron luego enfermedades atroces, incurables, desconocidas por los médicos, por los cirujanos y por cualquier hombre viviente".
El remedio de entonces era aplicar sangrías a discreción y sacrificar caballos o bueyes. En la Italia del siglo XVII se pensaba que la peste era una plaga como las de Egipto. "Se la identifica como una nube voladora venida del extranjero y que se desplaza de comarca en comarca... sembrando la muerte a su paso". Algunos creían que se trataba de uno de los jinetes del Apocalipsis.
En medio de tales supersticiones, no era extraño que se apelara a procedimientos traumáticos. Un médico de Málaga escribía en 1650 que los cirujanos trataban de extraer los tumores de las axilas y de las ingles de los apestados. Según describe Daniel Defoe en el "Diario del año de la peste": "Algunos eran tan duros que no podían abrirlos con ningún instrumento, entonces los cauterizaban de tal forma que muchos pacientes morían enloquecidos por esta tortura". Los tratamientos podían ser peores que la epidemia. Realidad corroborada en una biografía sobre el médico alemán Philippus Theophrastus, mejor conocido como Paracelso, escrita por el respetado Honorio Delgado: "Quién ignora que hoy en día la mayoría de los médicos causan los mayores perjuicios a los enfermos tratándolos de la peor manera, pues están esclavizados a las palabras de Hipócrates, Galeno, Avicena y otros", había dicho el misterioso hombre a mediados del siglo XVI.

DELIRIOS MORTALES
Ejemplo evidente era la forma de tratar la locura. El historiador inglés Roy Porter afirma que las enfermedades mentales eran consideradas como evidencia de posesión demoníaca o tal vez de aberraciones hereditarias. "Los lunáticos y los 'idiotas del pueblo' quedaban comúnmente bajo el cuidado doméstico que, muy a menudo, consistía en negligencia o crueldad; a veces se los confinaba al sótano o se los enjaulaba en la porqueriza, a veces quedaban bajo la custodia de algún sirviente y, otras veces, se los echaba de la casa para que anduvieran por los caminos y limosnearan su alimento".
Las terapias fueron las mismas durante siglos: se sujetaba con correas y camisas especiales a los pacientes, se les aplicaba sangrías y purgas. Hubo el caso muy sonado de un hombre en Inglaterra que permaneció con una cadena al cuello durante años. Otro tratamiento del siglo XVII, heredado de los tiempos de la caza de brujas, decía que debía amarrarse al paciente para sumergirlo de improviso en una poza de agua fría. No era algo extraño: en esa misma época se pensaba que el dolor de muelas era causado por un gusano llamado Neguijón, al que se trataba de extraer con procedimientos propios de una carnicería (alucinada creencia que da pie a la reciente novela homónima del escritor Fernando Iwasaki).
En su libro "Breve historia de la locura", Porter da cuenta de que los manicomios no se inventaron para atender a los pacientes, sino para lucrar con su cuidado. "Tras las torturas y los asesinatos delirantes de la Edad Media y del Renacimiento, en los que se confundía la posesión demoniaca con el delirio y los desvaríos, y se buscaba rastros de brujería en las divagaciones de las ancianas dementes, sobrevino la crueldad y la degradación de los manicomios de los siglos XVII y XVIII, en los que las autoridades se servían de cadenas y látigos como instrumentos de trabajo", escribió el psiquiatra Aubrey Lewis en 1960. Incluso en el siglo XIX muchos asilos para enfermos mentales ni siquiera estaban a cargo de psiquiatras.
De estos delirios y varios más está regada la historia de la medicina. Algo hay que agradecer entonces a los inventores de analgésicos. Cuando un dolor nos provoca una mueca, habría que pensarlo: pobres enfermos los de antes.