lunes, julio 19

Olvido, que nunca llegas

Zulema Vásquez
UNA TRAGEDIA DE AMOR AYACUCHANO
 
Ella no era artista ni escritora, pero ha estremecido ambos ambientes con un poemario que es una declaración de amor póstumo al recordado cantautor Miguel Mansilla
 
 
DAVID HIDALGO VEGA
 
En ocasiones el amor es póstumo. Zulema Vásquez, una farmacéutica que a esta hora debe saber que la nostalgia no tiene cura, ha escrito con palabras desconsoladas la historia de una fallida pasión: ¿Por qué mi Dios/ lo hice sufrir/ con indecible saña?/ ¿Por qué este animal/ que llevo dentro/ hizo presa de mí/ y fiero devoró/ mis sentimientos? El destinatario de esos remordimientos atroces ya es solo un recuerdo. Ella, una mujer orgullosa que se tomó treinta años para perdonar; él, un cantautor que hilvanó ruegos inútiles hasta que el corazón se le rajó de pena. El rompecabezas armado con sus tropiezos sentimentales -no se puede llamar de otra forma a episodios tan tristes- sugiere que esta podría ser una de las historias de amor más trágicas de los yaravíes ayacuchanos. El sentido común ha parido otra máxima: todo poema tardío se convierte en epitafio.
Pero sobre la lápida del tiempo no hay lugar para grafitis y Zulema prefiere rastros más contundentes. Todavía conserva una foto de esa fiesta familiar en Cora Cora, Ayacucho, donde conoció a Miguel Mansilla. Es una imagen sorprendentemente nítida a pesar de los años transcurridos. En las primeras filas se ve a una joven atractiva, algo tímida, con un discreto vestido negro y el cabello peinado hacia el costado. En las últimas hileras aparece un muchacho de terno gris y rasgos más festivos que reposados. En el instante congelado ambos no se conocen, pero si la escena continuara, se descubriría el momento premonitorio en que Mansilla, entonces novato cantor, le dedicó el bolero "Las hojas muertas": Con mi canción/ tú bien recuerdas/ cuánto te amé/ cuánto te dí./ Con mi canción/ las hojas muertas/ revivirán/ tal vez al fin.
Una fatalidad shakesperiana pareció marcar la relación desde el inicio. Zulema venía de una familia acomodada de Cora Cora y Miguel solo cargaba entusiasmos. "Mi padre me encerraba para que no pudiéramos vernos. Para mantenernos en contacto nos mandábamos cartas hasta tres o cuatro veces al día", recuerda ella.
Cuando fue enviada a estudiar a Lima, el enamorado guitarrista abandonó su pueblo para seguirla. En la capital se aceleró el romance con paseos en bicicleta. Poco tiempo después ella se fugó con él a Ica para estudiar en la universidad. Por allá se encontraron con el padre del cantautor, que los refugió en su casa casi con vergüenza por haber ocasionado que una joven decente escapara de su hogar. Dos semanas después subsanaron la supuesta afrenta con un matrimonio sumario. 

VIDA ROTA 
El trato nupcial duró menos de cinco años pero el dolor más de treinta. "Él no podía superar la idea de que mi padre no aceptara la relación, pero también lo mortificaba el saber que no tenía dinero, mientras mi familia era una de las más importantes del pueblo". Mansilla, ya envuelto en la bohemia de su oficio, y otro tanto en orgullo, pidió la separación. Nunca se perdonó ese error. Un antropólogo amigo suyo ha escrito que su pena fue creciendo casi a la par que su fama en los predios lacrimosos de la música. Que un guitarrista ayacuchano sufriera más que lo que decían sus canciones parecía un abuso. Mansilla llegó a ser un abusado de sí mismo.
En varios de los discos que el hombre grabó hay temas que aluden a la mujer extraviada: "Dolor", "Perdida pasión", "Chinka chinka" (algo así como "Fuguémonos"). Zulema los escuchaba con certeza y desdén. "Varias de las canciones se refieren a nuestra historia de amor, al desengaño, al amor perdido", señala la musa irreductible. En lugar de reconciliaciones producían tirones y aflojes. En algún momento él se casó con otra. Años después ella se casó con otro. En seguida hubo una cronología de encuentros y despedidas que nunca pudieron asentar de nuevo la relación. Y a pesar de todo, sabían que se querían.
Hay numerosos testigos de este yaraví sentimental. Cada cierto tiempo ella se enteraba por boca de conocidos mutuos que en tal fiesta familiar o en tal celebración patronal Mansilla había terminado llorando por su rechazo. El hombre dejó un rastro de hombros humedecidos por Zulema y varias cartas desesperadas. El tono era más o menos el mismo de todo enamorado crónico y rechazado: Tampoco dejo de pensar en que pase lo que pase, me espere lo que me espere, te seguiré donde vayas, seré tu sombra [...] y tú serás mi futuro, mi ángel, mi martirio, mi consuelo. Pero ella no doblegaba su orgullo. "Sentía que mi amor se había convertido en dolor y resentimiento. Era extraño, pero eso me hacía sentir mejor".
Se encontraron muchas veces en el transcurso de treinta años. Él pedía otra oportunidad y ella siempre aprovechaba para desmoronarle las esperanzas. Tuvieron otros hijos además de los dos que les dejó su matrimonio, trataron de formar otros hogares que luego fracasaron. En ocasiones, Mansilla se presentaba en casa de Zulema para insistir en una reconciliación o al menos intercambiar palabras. Ella prefirió la lejanía y aceptó la invitación de una prima que vivía en Estados Unidos. Otro testigo le contaría luego que la noticia estremeció el poco cuerpo que el hombre tenía para las penas amorosas.
"A la tercera semana en el extranjero empecé a sentir una angustia terrible", recuerda Zulema Vásquez, que a lo largo de su vida ha tenido lo que llama "experiencias paranormales". Una noche sintió que alguien se echaba a su costado en su cama de huésped. A la noche siguiente la presencia fue más notoria. La tercera noche vio al hombre en mangas de camisa, como un fantasma del pasado, que le decía: "Por fin te has librado de mí". Al día siguiente, una llamada de sus hijos le informó que Mansilla había muerto de un ataque al corazón. La explicación de los detalles la sacudió: En sus últimas noches, el hombre había pedido a sus hijos que le dejaran dormir en el cuarto de su ex mujer. Una vez muerto, fue colocado en un cajón con la misma camisa blanca con que ella lo vio transparentarse muy lejos de allí.
"La noticia de que había muerto desapareció mis resentimientos -confiesa-. Me pregunté: ¿Qué hice? ¿Cómo pude dejar que alguien se fuera con ese dolor? Si solo hubiera podido darle un beso más". El arrepentimiento la llevó a escribir. Se le ocurrió que debía hacerle un desagravio ante toda la gente que lo vio partido por la tristeza de tantos años. "Pensé que todos debían saber que yo lo amé siempre, a pesar de mi orgullo", se consuela.
Si alguien pidiera pruebas, bastaría con las cartas, las grabaciones de serenatas improvisadas, las fotos ordenadas que registran episodios que otras parejas más estables ya habrían olvidado. Zulema guarda incluso varios boletos de autobús, pequeñas listas de gastos hechas en el revés de facturas antiguas, hasta las anotaciones más intrascendentes que habrían sorprendido al propio Miguel Mansilla si un rapto de sensatez temprana los hubiera colocado en posición de revisarlas entre sonrisas más amables.
Ha sido esa meticulosidad la que le permitió hilvanar, como un diálogo póstumo, los textos de las cartas apasionadas que recibió y los que nacieron como una terapia para el olvido . Lo tituló: "Mas allá de todo". "He querido hacer una reivindicación y un acto de reconciliación", dice Zulema, poeta a destiempo, enamorada de un recuerdo, confirmando que la tragedia de algunas mujeres es descubrir que son apasionadas cuando su amante está muerto.
El poemario le ha permitido reconciliarse también con sus dos primeros hijos, los de ella con Masilla, que detestaron la manera en que desdeñó a su padre por tanto tiempo. El día que lo presentó, ella les entregó en público el poemario como si se tratara del relicario de su vida. Por fortuna ellos aceptaron la propuesta de liberarse de esos karmas. Treinta años sin perdón pueden matar a cualquiera.



lunes, julio 5

La casa que se desmoronó

LOS SIN TECHO
HISTORIAS DETRAS DE UN DERRUMBE


A inicios de semana otra casona del Centro de Lima cedió al deterioro. Seis personas salvaron de morir, pero cinco familias quedaron en la calle. Tras la noticia hay un drama que recién empieza. Alguien debería darles una mano ante este inesperado desahucio

DAVID HIDALGO VEGA

En el interior de una casona donde no llega el tráfico de Lima están los últimos damnificados de ese terremoto a plazos que carcome la ciudad. Otro derrumbe más, han titulado los periódicos. Otro grupo de familias en la calle, dijeron los noticiarios de la noche. Si el casco antiguo de Lima fuera una dentadura, esta sería una ciudad casi desmolada. La escena de ahora es polvorienta y gris: una mujer recoge los artefactos de ese montículo de escombros que fue su casa, media docena de hombres y mujeres conversa sin prisas en el patio resquebrajado, dos adolescentes descansan bajo las carpas azules de emergencia. "Hace horas que estamos declarando", se queja uno de los muchachos. Es la fama fugaz de las calamidades. La que empezó a morir justo el instante después de que se dio por conocida.

La casona es ahora un montículo sometido a una excavación casi arqueológica de la que salen varios artefactos: vasijas, sartenes, ollas, ropa vieja más avejentada todavía. Esto de las casas derrumbadas es siempre así. En los días siguientes se habrá despejado los escombros y el lugar quedará como otra caries gigantesca en la ciudad. Los vecinos de las partes que se salvaron de caer volverán a su miedo cotidiano, a convivir con las rajaduras y los crujidos de los techos y el traquetear de las escaleras y a ir quitando uno a uno todos los muebles, como doña Nélida Ugaz, que de tanto seguir esta precaución ahora tiene solo un colchón en el cuarto vacío donde vive con su hijo. Una silla más podría vencer la resistencia de ese segundo piso. "Por las noches siento como que las paredes se me vinieran encima", dice la mujer que, para colmo de infortunios, está por perder la vista. Ya es un milagro que supere las escaleras para llegar a su cuarto. Su gesto luce el desabrigo de quien necesita que le apuntalen el alma.

VIDA ROTA

Suele suceder que los derrumbes físicos acarreen otros terremotos interiores. El de esta casona ha desguarnecido a María Alicia Salinas. "Está sola, sus padres han fallecido y no tiene a nadie en esta vida", dice una vecina. Ella asiente, como si hablaran de una tercera persona. Hasta hace poco vivió en casa de unos familiares en el Callao, pero no la trataron bien. Un día se mandaron mudar y la dejaron sola. María Alicia regresó a la casona donde vivió en su juventud y pidió que la acogieran de nuevo. Desde entonces habitó un cobertizo derruido donde ocho años atrás ocurrió un primer derrumbe. Era el lugar donde nadie quería vivir, el último habitante lo abandonó en cuanto pudo, pero ella, una mujer sin casa, lo adoptó como refugio. "Ahora ya no tengo ni eso, no sé dónde voy a vivir", se pregunta la mujer. La tristeza es que ahora duerme a la intemperie porque ya no queda espacio en las carpas de emergencia. Es la damnificada entre los damnificados.

Las casonas como estas suelen padecer un deterioro parecido al Alzheimer que devora las memorias humanas: primero se pierden las partes más antiguas, que a menudo son las más entrañables; luego las no tan antiguas, que corresponden a recuerdos útiles; y finalmente las zonas nuevas, que para entonces ya son elementos inconexos de un rompecabezas incompleto. Alguien ha recordado que aquí funcionó un colegio, luego una pensión para jóvenes universitarios y más tarde un conjunto multifamiliar. La gente tiene memoria de dos derrumbes antiguos y varias fiestas pro fondos para reparar tal o cual pared. Pero cuarenta años de recuerdos están ahora por los suelos, hechos desmonte, polvo cualquiera.

El detalle inquietante es que estos descalabros siempre están allí, a la vista de todo el mundo, o quizás convendría decir, tan predecibles como la ceguera al final de las cataratas. La noche del derrumbe, Elba Carcausto, la más antigua de las vecinas, llegó a su casa y tuvo un mal presentimiento. En el piso de su cuarto había algo de tierra caída del techo. Solo por temor se regresó a dormir al puesto de ropa donde trabaja y fue desde ese lugar que oyó el ruido de sirenas que le confirmó la fatalidad. "Cuando llegué ya estaba todo caído", dice frente al panorama desolado de lo que fue su hogar. No tiene hijos, no tiene esposo. Ahora ya no tiene espacio para estar sola. "Quedarme sin casa es lo más difícil que me ha tocado vivir. ¿Dónde voy a ir? No sé, alguien me ayudará", comenta. Ella no piensa pedir ayuda a su familia porque, es sabido, nadie está para recibir más carga de la que puede llevar.

SE BUSCA HOGAR

Todavía les resulta extraño el saberse gente sin casa. Las carpas han paliado el efecto, pero no será por mucho tiempo. El agujero de lo que eran sus viviendas ha sido declarado en estado ruinoso, de modo que ellos son ahora habitantes de lo inhabitable. Doña Isabel Montesinos, cuya única fortuna es no tener parentesco con el creador de un imperio corrupto, reclama una ayuda con el rótulo de a quien corresponda: "Las autoridades no pueden dejar que quedemos en la calle". Pero las soluciones son una lotería. Un préstamo sería imposible: su único ingreso es el puesto de papitas sancochadas que tenía fuera de la casona. Un donativo, poco probable. Una reconstrucción, casi una promesa rota.

Pocos metros más allá, Lima exhibe algunas de sus joyas monumentales: el Palacio de Justicia, el Centro Cívico, hasta un hotel de lujo. Esta ha sido otra casa derrumbada y pronto su notoriedad sufrirá la misma suerte. "Muchos tienen miedo, quedarse aquí tampoco es la solución. En cualquier momento cae otra parte de la casa", dice Simón Quispe, el vecino que hace un mes salió del barrio por ese mismo temor. Hoy, que llegó a conocer la situación de sus antiguos vecinos, confirma su acierto con un gesto de alivio. "Tuve suerte", sonríe.

Los que no tienen suerte se las arreglan como pueden. El último derrumbe dejó seis heridos, pero nadie grave. La próxima caída podría no ocurrir con tanta suerte. El lugar es una contradicción grotesca: la única casa que tienen es también una trampa. No se pueden ir pero tampoco pueden quedarse. Tampoco tienen a quién recurrir. El momento de la noticia fue su única tribuna pero ya han vuelto al anonimato. Atrapados sin grilletes, detenidos sin rejas. Quedarse al aire libre es una forma de prisión. La cárcel del desahucio.